Un cuento de La Mansión en Navidá
Muy poco saben que uno de los mansioneros más ilustres que habitan
esta casa es un viejo de barba blanca, que sólo trabaja por esta
fecha. Sí, claro que la obviedad sería decir con voz infantil y
emocionada ¡Papá Noel!. Pero no.
Este hombre se llama Don Nicolás.
Un día, tomando mate en el balcón del oeste, el que mira a la ciudad,
me contó su historia.
El vivía en la patagonia ( no especificó dónde, pero por la
descripción del paisaje, creo que en la zona costera de Chubut) con
su mujer y su campito. Criando ovejas, tallando maderitas y huesos,
andando caminos en sulky, con Roberto, su caballo , y Sultán, su
perro.
Un día tuvo una Revelación. Cerca de navidad estaba llevando al
pueblo unas bolsas llenas de la lana recién esquilada, y en el medio
de esa nada inmensa que es la patagonia, se encontró con una
familia, madre, padre y niño, que le pidieron ayuda para llegar al
próximo poblado. Se veían, si eso era posible, más pobres que el
mismo Don Nicolás. Ya en el sulky, le contaron que estaban buscando
un buen lugar para poder establecerse, empezar de nuevo, y criar a
Juancito, que tenía 5 años, y que querían que fuera a la escuela, no
como ellos, que nunca pudieron aprender más cosas que aquellas que el
tiempo y el camino recorrido les fue dando.
Le contaron, también, que venían de muy lejos, tanto que ni sabían.
Don Nicolás nunca supo si le hablaron del tiempo o el espacio.
Los ayudó a buscar un lugar adonde quedarse ( Don Gaspar, el turco,
les dio una pieza y lo contrató a Pepe para que lo ayudara en el
mercadito) Y se despidió de ellos entre augurios de éxitos y y
bendiciones ,de ambas partes.
A Juancito, por su futuro y próximo cumpleaños, le regaló un guanaco
tallado en madera. Nunca vió un brillo tan maravilloso como el de
los ojos del chico, me dijo.
Un tiempo más tarde, y de vuelta en le pueblo, fue al mercado de Don
Gaspar a comprar yerba y otras cosas, y le preguntó por la familia.
El turco le contó que hacía dos semanas que habían desaparecido. Se
fueron en la noche, sin llevarse más que lo puesto, y sin dejar ni
una nota. Don Nicolás se preocupó mucho. Don Gaspar hizo extrañas
suposiciones, en base a lo poco que le contaron de sus vidad. Parece
que se venían escapando de un "pesado" que se las tenía jurada,
quién sabe por qué asuntos. Y le dió a Don Nicolás, mientras se
despedían, el guanaquito de madera que él le había regalado a
Juancito.
Miró la talla, recordando esos ojos brillante y alegres, al viejo
se le piantó un lagrimón. Y, mientras volvía al rancho con Roberto y
Sultán, no pudo dejar de pensar en eso. La esperanza que emanaba de
esa pobre familia se podía palpar. Le grabaron una sonrisa en su
cara arrugada. Y ya no estaban.
Se dedicó durante todo el año, en sus ratos libres, a tallar
animalitos, a construir juguetes, a ayudarla a Matilde, su mujer, a
hilar la lana y tejer muñequitas, a comerciar con sus amigos
tehuelches algunas de sus artesanías a cambio de lanas y changas.
Todo para ir, cerca de Navidad, al pueblito y tratar de
encontrar en los ojos de esos otros chicos, los de Juancito. Todo por
ver la alegría en las caras de los hijos que nunca tuvo.
Y fue felíz, porque la encontró.
Durante años realizó su "ritual navideño". Y cuando Matilde
murió, cargó el sulky con sus bolsas de arpillera llenas de sus
cosas, y con Roberto y Sultán emprendió el camino hacia las pampas.
Alguien le había contado de una casa grande, en una isla lagunera,
que albergaba a seres tan melancólicos y felices como él. Y con
ocupaciones tan extrañas como la suya.
Así llegó a la Mansión una tardecita de verano.
Ya ni me acuerdo cuántos años hace que está acá.
Con los restos del mate en la siesta, y tratando de no ser
impertinente, le pregunté de dónde sacaba ahora los regalos que,
inevitablemente, seguía repartiendo ( cerca de fin de año carga el
sulky con sus bolsas de arpillera gastada, lo llama a Roberto con un
silbido al que también responde Sultán, y se van los tres, como
cantando, por el camino)
Y sonriendo entre sus arrugas y su boina, estirándose las piernas de
su bombacha de campo bataraza, me dijo: Pero mujer! No viste que
no tengo, materialmente, nada? No te fijaste que las manos no me dan
más para tallar con precisión las maderitas?
Pero- le repliqué- las bolsas salen llenas, gorditas, cargadas. Y
parecen muy pesadas.
Claro, piba- me contestó- Si van llenas de Esperanza.
Espero, sinceramente y de todo corazón, que Don Nicolás pase por su
casa ( que es La Casa, obvio) Y que su dulce carga caiga a raudales
sobre sus almitas
Madame Lauquen
esta casa es un viejo de barba blanca, que sólo trabaja por esta
fecha. Sí, claro que la obviedad sería decir con voz infantil y
emocionada ¡Papá Noel!. Pero no.
Este hombre se llama Don Nicolás.
Un día, tomando mate en el balcón del oeste, el que mira a la ciudad,
me contó su historia.
El vivía en la patagonia ( no especificó dónde, pero por la
descripción del paisaje, creo que en la zona costera de Chubut) con
su mujer y su campito. Criando ovejas, tallando maderitas y huesos,
andando caminos en sulky, con Roberto, su caballo , y Sultán, su
perro.
Un día tuvo una Revelación. Cerca de navidad estaba llevando al
pueblo unas bolsas llenas de la lana recién esquilada, y en el medio
de esa nada inmensa que es la patagonia, se encontró con una
familia, madre, padre y niño, que le pidieron ayuda para llegar al
próximo poblado. Se veían, si eso era posible, más pobres que el
mismo Don Nicolás. Ya en el sulky, le contaron que estaban buscando
un buen lugar para poder establecerse, empezar de nuevo, y criar a
Juancito, que tenía 5 años, y que querían que fuera a la escuela, no
como ellos, que nunca pudieron aprender más cosas que aquellas que el
tiempo y el camino recorrido les fue dando.
Le contaron, también, que venían de muy lejos, tanto que ni sabían.
Don Nicolás nunca supo si le hablaron del tiempo o el espacio.
Los ayudó a buscar un lugar adonde quedarse ( Don Gaspar, el turco,
les dio una pieza y lo contrató a Pepe para que lo ayudara en el
mercadito) Y se despidió de ellos entre augurios de éxitos y y
bendiciones ,de ambas partes.
A Juancito, por su futuro y próximo cumpleaños, le regaló un guanaco
tallado en madera. Nunca vió un brillo tan maravilloso como el de
los ojos del chico, me dijo.
Un tiempo más tarde, y de vuelta en le pueblo, fue al mercado de Don
Gaspar a comprar yerba y otras cosas, y le preguntó por la familia.
El turco le contó que hacía dos semanas que habían desaparecido. Se
fueron en la noche, sin llevarse más que lo puesto, y sin dejar ni
una nota. Don Nicolás se preocupó mucho. Don Gaspar hizo extrañas
suposiciones, en base a lo poco que le contaron de sus vidad. Parece
que se venían escapando de un "pesado" que se las tenía jurada,
quién sabe por qué asuntos. Y le dió a Don Nicolás, mientras se
despedían, el guanaquito de madera que él le había regalado a
Juancito.
Miró la talla, recordando esos ojos brillante y alegres, al viejo
se le piantó un lagrimón. Y, mientras volvía al rancho con Roberto y
Sultán, no pudo dejar de pensar en eso. La esperanza que emanaba de
esa pobre familia se podía palpar. Le grabaron una sonrisa en su
cara arrugada. Y ya no estaban.
Se dedicó durante todo el año, en sus ratos libres, a tallar
animalitos, a construir juguetes, a ayudarla a Matilde, su mujer, a
hilar la lana y tejer muñequitas, a comerciar con sus amigos
tehuelches algunas de sus artesanías a cambio de lanas y changas.
Todo para ir, cerca de Navidad, al pueblito y tratar de
encontrar en los ojos de esos otros chicos, los de Juancito. Todo por
ver la alegría en las caras de los hijos que nunca tuvo.
Y fue felíz, porque la encontró.
Durante años realizó su "ritual navideño". Y cuando Matilde
murió, cargó el sulky con sus bolsas de arpillera llenas de sus
cosas, y con Roberto y Sultán emprendió el camino hacia las pampas.
Alguien le había contado de una casa grande, en una isla lagunera,
que albergaba a seres tan melancólicos y felices como él. Y con
ocupaciones tan extrañas como la suya.
Así llegó a la Mansión una tardecita de verano.
Ya ni me acuerdo cuántos años hace que está acá.
Con los restos del mate en la siesta, y tratando de no ser
impertinente, le pregunté de dónde sacaba ahora los regalos que,
inevitablemente, seguía repartiendo ( cerca de fin de año carga el
sulky con sus bolsas de arpillera gastada, lo llama a Roberto con un
silbido al que también responde Sultán, y se van los tres, como
cantando, por el camino)
Y sonriendo entre sus arrugas y su boina, estirándose las piernas de
su bombacha de campo bataraza, me dijo: Pero mujer! No viste que
no tengo, materialmente, nada? No te fijaste que las manos no me dan
más para tallar con precisión las maderitas?
Pero- le repliqué- las bolsas salen llenas, gorditas, cargadas. Y
parecen muy pesadas.
Claro, piba- me contestó- Si van llenas de Esperanza.
Espero, sinceramente y de todo corazón, que Don Nicolás pase por su
casa ( que es La Casa, obvio) Y que su dulce carga caiga a raudales
sobre sus almitas
Madame Lauquen
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roy -