Los argumentos del frío ( a J.P.B)
Lo vi llegar a la puerta una noche de calor y viento, justo cuando mi madre se iba de viaje.
El invierno estaba lejos, pero había argumentos para sentir cierto frío.
Yo era una extraña en mi propio cuerpo, no sabía sostener mis manos, ni él su manera de caminar.
Miraba de costado, como sospechando un encuentro sin planificar, o un crimen ya cometido.
Más me quería acercar a él, y más se alejaba de mí.
Ni esperé a que posara el vuelo en mi charla. O por lo menos en mis ojos. Hablé más que nunca.
Me intimidaba tanta calma en él. Yo era un despliegue de gestos e incomodidades en lo estrecho del asiento. Y a veces tenía que pararme y hacer algo, no importaba qué, pero diferenciarme de su estatismo.
Tropezando con mis manos y mis palabras, enredándome en demostraciones absurdas él me frenó. Me dijo, casi casi sin mirarme: sos una persona muy eléctrica vos… No me gusta que seas así ahora. Frená.
Me enojó demasiado su abuso de confianza, su agresión y su tono.
Justo ahí empezó a hablar.
No contó mucho.
Pero todo fue suficiente como para que a los cinco minutos lo empezara a querer.
Esos días lo veía siempre de noche. Cruzaba la calle o el bar seguido de su séquito pobre de gente, porque su manera de desenvolverse en el mundo era esa, la de un rey. Todos, yo incluida, cumplíamos sus órdenes.
Una vez nos fuimos del bar actuando una pelea de novios, para que se pudiera robar un trago y salir disimuladamente. Me ponía a prueba sin dudar, y dándome motivos de duda sobre mi.
Me hizo reír y enojar con sus teorías sobre la rebeldía y la música. Me dio confianza haciéndome desconfiar de mi misma.
Se fue un día a la gran ciudad, y por mucho tiempo no supe nada, apenas unos datos perdidos extraídos del Messenger.
En julio volvió. Distinto, pero si grandes modificaciones visibles.
Las cosas invisibles estaban, sin embargo, flotando como niebla y como hilos de colores en el viento, sobre su cara.
Llegó a nuestra mesa del bar y otra vez me intimidó, pero no me dejé convencer por mí. No me di bola, y lo miré con mis ojos abiertos
Y otra vez, pero en medio del invierno, me desarmó los argumentos del frío.
Y ayudó, junto a otros, a convertir el departamento de la tía, en La Mansión.
Desplegó su risa y su vulnerabilidad. Mostró su amor por las cosas y la gente. Nos pintó de azul y verde la cara. Nos llenó la casa de humo de camel, me emborrachó riendo, me ordenó la complicidad, me abrazó dulce y melancólico, me confió muchos no secretos, me volvió a emborrachar, tiró piedras a la iglesia, me impulsó a quererlo más, hizo enojar y reír a muchos y se volvió a Buenos Aires dejándome un olor a felicidad casi perdurable, sacándonos el frío de julio, al fin.
0 comentarios